El rehén

No se debería recoger pasajeros sin antes estar seguros de su naturaleza, aunque en mi caso ha sido precisamente el estudio de mi naturaleza el motivo por el que me han recogido. Soy, o mejor dicho, seré un objeto de estudio para ellos, se afanarán durante un tiempo en descifrarme buscando en realidad alguna pista que les lleve a descubrir algo sobre ellos mismos. La mayor incógnita que puede existir siempre se refiere a uno mismo, como individuo que vive y morirá, como especie viva que previsiblemente iniciará algún día su declive, que tal vez ya lo ha iniciado -¿cómo saber interpretar los signos del comienzo del fin cuando se niega tozudamente la posibilidad misma de ese final?- para desaparecer como apareció, sin un porqué, sin una función imprescindible que cumplir, sin un cometido. Me repliego sobre mí mismo en la oscuridad de este cubículo frío, mis sienes laten al ritmo acompasado de mi temor, la ausencia de dolor físico no me consuela, ¿cómo aliviar la angustia de estar preso?, busco un recuerdo que me mejore, un consuelo a esta soledad sin esperanza, la más sola de todas las soledades, pero sólo consigo llorar.

La tibieza de mis lágrimas me rescata de mis pensamientos y me devuelve a mí mismo, al ahora ignominioso y a la expectativa del después aterrador. Siempre se teme a lo desconocido, por eso nos tememos unos a otros, eso vale también para ellos, tremendos desconocidos que llevan juntos milenios sin que un ápice de entendimiento los haya cohesionado como especie más allá de pálidos y transitorios acuerdos de origen político o geográfico o étnico. Seres sin memoria porque se han desterrado voluntariamente de sus recuerdos, organismos funcionalmente efectivos pero emocionalmente perturbados. En mi mundo también somos así, también giramos en órbitas excéntricas alrededor de nosotros mismos, de nuestro egoísmo ciego, en un viaje sin fin que sólo acabará cuando desaparezcamos, como ocurrirá también con ellos algún día, el menos pensado. 

Es curioso que sólo ahora, en la humedad de esta celda, en esta nave estelar que me aleja de los míos para llevarme a otra celda donde seré estudiado los años que me queden de vida, que sólo ante la inminencia del encuentro no del todo sorprendente con otra especie racional tal vez inferior pero no peor que la mía, que únicamente ante la perspectiva de interminables sesiones en las que padeceré las vejaciones que nosotros antes infligimos a algunos de ellos, sienta algo parecido a la piedad, no por mí, sino por el desconcierto doloroso que los más sabios de entre ellos sufrirán cuando descubran que en todas partes buscamos respuestas a unas preguntas que sencillamente no deben ser formuladas, para la paz de nuestras almas.

No, no se debería recoger pasajeros sin estar seguros de su naturaleza. Pero cuando comprendan eso, ya será tarde, ya estaré, para su infinita desgracia, a su entera merced el tiempo que me quede de vida; que será insufriblemente largo. Interminables pruebas y experimentos abocarán a un fracaso no por presentido menos evitable. Seré un mártir necesario para los míos y para ellos, durante incontables generaciones, un enigma que recogieron del espacio, en un remoto planeta, pero no un enigma mayor que el de ellos mismos, el que nunca supieron ni sabrán resolver, porque hay hay enigmas que no deben ser resueltos. Sólo algunos a los que tildarán de locos alcanzarán a intuir que mi naturaleza es su naturaleza. Las verdades más simples son las menos creíbles. Y el Universo seguirá su curso, ajeno por completo a todos nosotros.

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